El estudio del artista es un lugar maravilloso: una cueva de Aladino llena de acumulación creativa. A lo largo de las abarrotadas superficies de sus áreas de trabajo, tinteros y trozos de carboncillo compiten por un puesto entre cachivaches reutilizados mientras que montones de papel desechado guardan las historias secretas, a medio acabar, del surgimiento y la caída de una idea.

“Estos son fragmentos”, dice William Kentridge, “a los que se les permite girar en el estudio y luego reacomodarse antes de ser enviados al mundo como un dibujo, una película, una historia”. En Autorretrato como una cafetera (2024), la disección en nueve partes de la práctica creativa de este artista sudafricano, Kentridge (reconocido por sus esculturas y dibujos, películas animadas, proyecciones y grandes representaciones teatrales y operísticas) evangeliza en nombre del desorden y la procrastinación, de los senderos de escombros que el acto creador deja a su paso.

En esta colosal obra Kentridge extiende una generosa invitación a su proceso creativo. En cada uno de los episodios de 30 minutos el artista le da la bienvenida al espectador no solo a su estudio en sí, sino a los rincones más íntimos de los procesos que dan lugar a sus ideas. Para quienes contemplen por primera vez su obra, esta serie servirá como una hechizante introducción a su deslumbrante alcance y variedad, dado que recrea o deconstruye una colección miscelánea de sus proyectos, tanto viejos como nuevos.

En ocasiones colaboradores y asistentes se suman a Kentridge quien, en otros momentos, conjura a una serie de alter egos con los que riñe, debate y entra en desacuerdo, externalizando lúdicamente los conflictos privados de la mente creativa en acción. Esta vivacidad formal e intelectual conforma el corazón palpitante de una dinámica serie donde cuestionamientos filosóficos acerca de la naturaleza de la memoria, del yo y de las paradojas del colonialismo comparten espacio y tiempo con escurridizas ratas de papel y rinocerontes bailarines. Aquí los caprichos y lo trivial, incluso “la estupidez”, son parte fundamental del acto creativo. Para Kentridge esta serie es un “registro en cámara lenta del pensamiento”, donde el proceso no es un medio para alcanzar un fin, sino la suma total de la obra misma.